domingo, agosto 09, 2009

¿Quién inventa los fines de semana?

Poco a poco el fútbol mexicano me aburre cada vez más. No me gustan los uniformes de los equipos, tan llenos de publicidad sin ningún asomo de respeto por los colores y la tradición de los clubes. Con jugadores tramposos y marrulleros, mariquitas que se dejan caer al menor contacto físico. Con sus árbitros protagonistas y sus directores técnicos improvisados. Con su periodismo deportivo tan dado a los excesos, a la autocomplacencia, a berrear con plañideras cuando algún incauto se atreve a desenmascararlos. Con su afición tan abúlica y apática a excepción de unos cuantos estadios y ciudades. Con su escasa actitud en torneos internacionales. Con su pesada lápida de estar situada en la peor zona mundial para jugar a fútbol.

Me gusta, en cambio, comprar el periódico cada mañana. Debo tener ya varios años que cumplo este ritual de manera puntual. Cuando era adolescente uno de mis máximos placeres era caminar de mi casa al centro del pueblo poblano a comprar el Excélsior los domingos en el quisco llamado, curiosamente, Excélsior. Aquel Excélsior de Regino Díaz Redondo, cuya única virtud era publicar el suplemento cultural "El Búho" cada semana. Debo aclarar que jamás compré ese diario para leer las noticias. Para ello he sido forofo de La Jornada (lo siento, alguna vez uno es joven imberbe y desorientado), del Milenio Diario y casi siempre de El Universal. Estuve suscrito a Reforma un año, pero me mareaban tantas hojas dedicadas al club social y a las redes de chicos universitarios triunfadores y guapos. A día de hoy no puedo iniciar el día sin al menos haber leído la primera plana de El Universal. Entre semana lo compro con un tío que se para en una esquina que debo cruzar rumbo a mi trabajo, mientras que los fines de semana lo hago en alguno de los puestos que hay cerca del edificio donde vivo. Leer el periódico sigue siendo uno de esos placeres no culposos que conservo.

También suelo ir al cine. De hecho, he reafirmado mi condición de escéptico respecto a ver filmes en casa. Me aburren, me duermo, no los termino. Para ver una película, por mala que sea, hay que ir a la sala, comprar golosinas antes de ingresar, pagar el boleto, hacer fila, maldecir a la humanidad que te golpea el respaldo del asiento con sus patas y soportar a los que comentan cualquier escena o a los que no ponen el móvil en el modo de vibración. Aún así, como dirían esos viejos comerciales de la década de 1980, el cine se ve mejor en el cine. Y lo confirmo.

Otro placer es ir a comer y a ver el fútbol a una cantina, sobre todo si son del Centro de la ciudad. A últimas fechas me he privado de ese privilegio por mi condición de franciscano de la salud. Pero siempre será una buena opción dirigir los pasos al abrevadero de confianza en sábado por la tarde. Me gusta la cantina de El Gallo de Oro que está sobre Bolívar y, claro, el Salón Corona, aunque éste último cada vez esté más lleno de villamelones y esnobs.

Hay una librería a la que me gusta mucho ir: es la del Fondo de Cultura Económica que está en la esquina de Eje Central y Venustiano Carranza, en el Centro también. Algo tiene que desde siempre me ha gustado. Sé que están las clásicas del sur, de ese triangulo culturoso que forman Gandhi, la FCE y El Sótano de Miguel Ángel de Quevedo. Pero yo sigo prefiriendo la Juan José Arreola de Niño Perdido. Me gusta a pesar de que tiene mala iluminación (¿o quizás por eso?), porque tiene la cantidad exacta de libros y porque está construida en una antigua iglesia o convento. También recuerdo una librería que estaba cerca de Plaza Coyoacán que se llamaba Eureka, o bien, El Parnaso sobre Carrillo Puerto, en Coyoacán. El norte de la ciudad no tiene librerías y es mejor que siga así. De cualquier forma, me gusta husmear en cualquier tipo de estanquillos libreros (aunque las librerías de viejo me dan flojera). A veces me da un poco de angustia porque no resisto salir sin llevarme algo. Pero me siento peor cuando veo que esos mismos libros se acumulan en algún lugar de mi piso en espera de ser abordados.

Después de que he aprendido a conducir y de que he tenido coche, he descubierto que me gusta zarpar por carretera. Mi padre condujo un autobús de pasajeros durante una gran parte de su vida. Creo que de ahí viene esta afición recién notada. No me gusta tanto la velocidad, aunque ya he sido detenido en dos ocasiones por una patrulla de la Policía Federal por --según-- exceso de la misma. En la primera me han multado, en la segunda me han dado "la atención". La carretera es un deleite. Los paisajes que pueden acompañarte los llevas en la cabeza mucho tiempo. Cada viaje tiene alguna postal mental perenne. Descubres sitios entrañables donde comer, donde parar a tomar café, donde ver el faro que te guía a casa. La sensación de estar en el camino es algo que vale la pena.

Lo que no me gusta de los fines de semana es esa angustia de tener ese valioso bien no renovable que es el tiempo y no saber exactamente qué hacer con él. Como ahora. ¿Salir, quedarse, hacer, no hacer? Qué angustia.

Por eso también me gusta el blog: porque hace las veces de un refugio para el indeciso del fin de semana.

3 Comments:

Anonymous BeN said...

Llevo como 2 meses sin faltar un fin de semana yendo al pueblo poblano y comprendo que le vayas agarrando el gusto al volante y a la carretera. Pero que tal el regreso, la entrada a la ciudad, las interminables filas de autos.

(Ya sabes entrar por la vía texcoco?... te ahorrara muchos desaires)

agosto 10, 2009 11:34 a.m.  
Blogger Los Burócratas del Ritmo said...

Ah, esa entrada no la conozco, pero ya me habían comentado algo, ¿por dónde es?, ¿cuál debo tomar?

Bienvenido, paisano.

M.

agosto 10, 2009 1:21 p.m.  
Anonymous BeN said...

Ahi ta un mapa con una ruta trazada, básicamente cambia uno de ruta justo antes de llegar a la caseta Ecatepec y entra uno al DF llegando por el Aeropuerto

http://quikmaps.com/show/111982

Saludos

agosto 11, 2009 6:24 p.m.  

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3 comentarios

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