La inseguridad, la inseguridad, la inseguridad. Es el tema. Realmente pocos pueden no hablar de algo que es tan cercano y tan morboso. Que si a fulanito lo asaltaron ayer, que si a perenganito lo subieron a una patrulla, que si X tiene un familiar o un conocido que fue paseado en un taxi. Si. Todos, todos, todos tenemos una historia, por mínima que sea, sobre la inseguridad, el robo, el crimen, la policía, la mordida, la corrupción, la violencia.
Las nociones de Estado y de gobierno poseen un origen común: el miedo. Las ciencias que abordan estos fenómenos, por lo tanto, giran alrededor de este hecho. ¿Miedo a qué? Fundamentalmente, miedo al otro. En efecto, los gobiernos y sus complejos aparatos administrativos sólo pueden entenderse a partir de la creación e imposición de reglas que permitieran a la humanidad tener un marco general de convivencia en una mediana armonía, es decir pasar del "estado de la naturaleza" abordado por Hobbes y Locke hacia un estadio en el que, al menos en teoría, existieran ciertas garantías de que los fuertes y los poderosos no hicieran con los débiles lo que quisieran.
El Estado no puede interpretarse sin el factor miedo. Por lo tanto, su principal ocupación, misión y aspiración es eliminar o reducir al mínimo ese mismo miedo. Para ello, acapara para sí la violencia legítima: posee a los ejércitos, a los cuerpos policíacos, a la inteligencia preventiva, en una frase, es el único que puede disponer de la vida de las demás personas si se considera provechoso para el grueso de la comunidad.
Cientos, miles, millones de páginas se han escrito sobre el tema desde el origen de la imprenta y, aún antes, la noción apareció desde que el hombre sintió por primera vez miedo. Miedo a quedarse solo, a sentir hambre, a experimentar el frío, miedo a un porvenir sin expectativas, miedo a que no pudiera transitar por donde quisiera, miedo a lo desconocido, miedo a la tiranía del otro. De esta forma, el Estado y su brazo ejecutor, la Administración Pública, se han dedicado a tratar de disminuir la incertidumbre proponiendo una vida en sociedad con determinadas reglas, a fomentar la producción y distribución de alimentos, a proveer cobijo a la población, a disponer de oportunidades de estudio, a interconectar aldeas, pueblos, ciudades, países, continentes, a regir la vida de las personas con base en la coerción, entre otras acciones. Bonnin, el primer teórico de la ciencia de la administración pública, lo expuso en término claros: la acción del Estado es omnipresente, acompaña al hombre desde que la cuna hasta la sepultura, desde el hospital y el Registro Civil, hasta el cementerio municipal y el acta de defunción.
Pero cuando el Estado no cumple esa función básica, inevitablemente es cuestionado en su aspecto medular. Es lo peor que le puede pasar a un grupo social porque, sin más, retrocede en el tiempo hasta la etapa en que la caza, la recolección de semillas y la lucha encarnizada de tribus y hordas eran las principales actividades. Cuando no hay reglas y cuando no hay un árbitro firme y contundente, es decir sin la presencia de un Estado legítimo, la humanidad suele mostrar lo peor de sí misma: mezquindad, avaricia, violencia. En términos de Rafael Segovia si la vida con el Estado es difícil, sin él es imposible.
Estoy de acuerdo en que la mayoría de los manifestantes del domingo fueron sacados de sus mansiones de los barrios y zonas más exclusivas de la Ciudad de México, que quizás lo que se demanda se queda corto de miras, es decir que no se debe pedir la pena de muerte per se, sino que más bien se debe exigir una mejor distribución de la riqueza y la creación de empleos y oportunidades para la mayoría. Sin embargo, es ilógico creer que la gente no tiene derecho a expresar su miedo cuando una porción considerable lo ha experimentado alguna vez en los últimos años.
Entre toda la población que el domingo 27 de junio pisó por primera vez Paseo de la Reforma, el Zócalo y el Metro de la ciudad, entre todos los que vestidos de blanco con Gucci o Bershka creyeron haber hecho la revolución del verano 04, entre todos los que asistieron sólo para no quedarse fuera del movimiento, en fin, entre todos estos personajes tradicionalmente ajenos a la manifestación pública pueden recogerse historias verdaderamente dramáticas. En efecto, los medios han exaltado el punto sensiblero y fácil de las anécdotas convirtiéndolas en posiciones políticamente correctas, pero debe ser duro cuando te sucede a ti, es decir no imagino qué pueda llegar a pensar un padre al que asesinaron a su hijo por 4 mil pesos a las 19 horas de un miércoles común.
Lo observado en los últimos días tanto en los medios masivos como en el comportamiento social conducen a la conclusión de que el camino se está preparando para la llegada de un régimen aún más autoritario a los que hemos conocido. La gente, en su afán por encontrar soluciones inmediatas, se identificará fácilmente con el primer candidato que comience a hablar fuerte, que proponga medidas radicales y espectaculares para disminuir la delincuencia, que se autodenomine el único con las agallas para acabar con este problema. Los votantes lo respaldarán en las urnas, pero, pasado el tiempo, lo despreciarán por la andanada de un nuevo miedo que se desprenderá de la aplicación de sus medidas: menores garantías civiles, disminución de los derechos políticos, paranoia colectiva y nostalgia por un pasado en el que sólo se identificaba a los secuestradores y a los criminales como los culpables del malestar, y no también al aparato estatal.
¿Qué puede hacer el ciudadano común para influir en este problema? En mi opinión, el acto de votar sigue siendo fundamental. Los electores debemos ser aún mucho más cuidadosos no sólo con la dinámica y confiabilidad de los comicios, sino también con el perfil de las autoridades que elegimos. En 2004 es un lujo carísimo optar por candidatos sin la preparación y sin la vocación para dirigir a una sociedad que puede despeñarse en cualquier momento. Aspectos más sofisticados como la organización para obtener contralorías sociales puntuales y estrictas son menos asequibles, pero el sólo hecho de no elegir a los mismos ineficientes de nuevo es definitivo. La siguiente acción simple de ejecutar se ubica en el lado de los ciudadanos: informarse. Requiere un mínimo de esfuerzo y sus resultados son satisfactorios. Sólo si tenemos una idea más o menos amplia de las cosas podremos decidir qué hacer o qué no hacer, qué exigir y a quiénes, dónde y cómo actuar, a quién creerle y por qué.
Por último, la que creo más importante: eliminar la simulación. Muchos, muchos años ésa fue la dinámica priísta, simular que había democracia, que había elecciones libres y competidas, que había crecimiento económico, que éramos un país en vías de desarrollo, que poco a poco alcanzábamos niveles de bienestar más altos. Con dureza hemos constatado que no fue del todo así. Bien, pues la sociedad no debe hacer lo mismo que critica: ¿paga todos tus impuestos?, ¿compra software ilegal?, ¿debe por la provisión de algún servicio público?, ¿respeta los señalamientos viales?, ¿arroja basura en la calle? Los cambios complejos y de largo plazo basan su éxito en la modificación de costumbres y hábitos cotidianos y comunes, los cuales, por esta misma naturaleza, son los más difíciles de transformar. Las reglas informales o aspectos culturales que persisten en el tiempo.
El debate que estamos observando en los medios puede interpretarse como un fenómeno efímero o circunstancial, que responde a intereses ocultos que intentan manipular la buena voluntad de la mayoría, o bien, que es un hecho que ocurre cíclicamente en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, lo que no puede negarse es que ha tocado aspectos centrales de la vida en comunidad: ¿podemos convivir en paz? Sin duda, la respuesta es sí, pero sólo un Estado fuerte puede garantizarlo.